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Los invidentes son bienvenidos en el museo egipcio de Tahrir. El mayor centro de arte faraónico del mundo les ofrece la posibilidad de acariciar piezas originales, en un país donde los discapacitados son con frecuencia excluidos de la escena pública
Ahmed palpa lo desconocido. Se deja llevar. Busca a tientas, en medio de la oscuridad, las dimensiones inciertas de la colosal estatua de un faraón. «Baja la mano. Esto que tocas es su ropa. ¿Ves que está agarrando algo?», le dice la guía mientras su cuerpo se retuerce a la caza de los pies de la efigie. El adolescente trata de descifrar lo que su tacto dibuja y recomponer así las piezas. «No lo sé», replica. «Es parecido a una estrella. Se llama la llave de la vida. Representa a Dios. Toca y pregunta lo que quieras. Es una escultura hecha de granito», explica su cicerone.
Es media mañana y Ahmed es un joven ciego que navega por las concurridas salas del Museo Egipcio de la plaza cairota de Tahrir, la mayor colección de arte faraónico del planeta. Naglaa Galal, una de sus profesoras, hace las veces de lazarillo navegando juntos, entre ríos de turistas, por unas estancias que son un laberinto de salas abarrotadas de piezas, que conviven sin orden ni concierto. El extravío es una sensación habitual para quienes se internan por sus pasillos: la mayoría de las vitrinas de madera carece de leyendas y el polvo de años cae impenitente sobre los hombros de monarcas y deidades.
«Explicar la civilización faraónica a los niños ciegos me hace feliz», desliza Naglaa mientras deambula por el museo, sometido a un lento remozado mientras se construye a unos metros de las pirámides de Giza el Gran Museo Egipcio, su hermano mayor. En su enésima enmienda, el Museo de Tahrir -abierto en 1902 en las inmediaciones de la plaza que fue símbolo de las revueltas de 2011- acaba de inaugurar una ruta permanente que a través de rótulos en braille permite a los invidentes compartir la fascinación por la civilización que durante milenios creció a orillas del Nilo.
El programa otorga licencia para tocar los objetos originales diseminados en su itinerario. «Aquí se pueden tocar las estatuas. Intento explicarles la historia del antiguo Egipto de un modo que puedan vivirlo de una manera virtual. Les hago, por ejemplo, que se mantengan de pie con una sola pierna simulando algunas de nuestras esculturas», replica Ahmed Naguib, un arqueólogo ciego encargado de recibir a los menores invidentes y arrojar luz sobre la vasta colección del museo.
La iniciativa, en un país donde los discapacitados son a menudo excluidos de la escena pública, es una de las joyas de las actividades del centro. «Tenemos mucho trabajo. Según las estadísticas, hay alrededor de cuatro millones de ciegos en Egipto. Lo que yo trato aquí es de explicarles temas como la agricultura en el antiguo Egipto para que sean capaces de hacerse una idea», señala Naguib, quien ha llegado a conocerse el Museo como la palma de su mano. «Me gusta pensar que soy un guía de la conciencia monumental de los ciegos de mi país», balbucea el treinteañero, inquieto por los retos que aún enfrenta la población ciega.
Uno de los nuevos carteles en braille del museo.F. CARRIÓN
«Los padres vienen acompañando a sus hijos porque temen que se queden al margen. Pero, por desgracia, ya lo estamos. En la vida real, por ejemplo, no podemos abrir una cuenta bancaria ni acceder a la cultura porque las bibliotecas carecen de audiolibros o volúmenes en braille», narra este pionero en la aventura de acercar el patrimonio a una población ajena hasta ahora a un museo que, entre sus salas y su bodega, alberga hasta 130.000 piezas. «El programa es todo un éxito. A los niños les encanta la visita y a menudo me hacen preguntas que nunca imaginaría. Quieren saberlo todo», desgrana.
Ahora, a su recorrido se ha sumado una señalización, resultado de la colaboración con instituciones culturales italianas. Entre los patronos, figura el Museo Táctil de Homero en la ciudad italiana de Ancona, que presume de ser un espacio que invita a acercarse al arte «no solo a través de la luz y las imágenes», sino «mediante el descubrimiento de modos nuevos y más ricos de percepción». «Es una aproximación al placer estético prohibido en casi todos los museos y que apenas ha sido explorado por los invidentes», esboza el centro, artífice de un arte excluyente.
La rudimentaria ruta -marcada a través de sencillos rótulos- ofrece una docena de piezas talladas en piedra o granito, desde los primeros compases de la civilización egipcia hasta la época grecorromana y su ocaso en el reinado de la legendaria Cleopatra. Al alcance de los dedos se hallan el encuentro con las estatuas de Amenemhat III, uno de los grandes reyes del Imperio Medio; Amenhotep II, hijo del guerrero Tutmosis III; Ramsés II, el rey ubicuo; o Sejmet, la diosa «más poderosa», «protectora» y «terrible» de cuyo aliento, cuentan, nació el desierto. «Los niños se alegran de poder saber algo que desconocían. Es importante que tengan la posibilidad de ser conscientes de su identidad y civilización», comenta Naglaa en un receso de su labor.
El rostro de Ahmed reúne una constelación de sentimientos. Un estado febril que sucede a la primera conmoción de tocar caras y cuerpos, intuir gestos y expresiones, poner certezas a volúmenes y perspectivas con sus propios manos. Diez dedos transfigurados en una suerte de luceros que irradian alegría. «¡Esto es una serpiente!», exclama feliz el joven a punto de concluir el periplo. «El faraón la colocaba en su cabeza para intimidar a sus enemigos», precisa Naglaa. «Pero esta serpiente no es real», murmura Ahmed. Y las risas estallan en la estancia de un museo centenario con licencia para tocar.
 
 
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